lunes, 17 de febrero de 2014

LA PLAYA



A mi madre.

El gato se ha subido a mis rodillas para olerme desde lejos. Se mueve más lento, los párpados le pesan. Las manos de mis padres se han tiznado con arena de una playa ajada. La casa estaba polvorienta de fotografías con crisálidas de ganglios. Mi madre me habló de su entierro. Llegar a Madrid un 17 de febrero cuando cae el sol es atragantarse de melancolía. Descampadas lomas convocaron mi infancia de piedra. Alguien olvidó escribir que las ciudades se miden en chabolas. Y así, pensando en naranja, nos olvidamos de marzo y se asfixió la noche en riadas de luz. El humo filtraba el aire y el coche respiró tranquilidad. Ya veis, cosas vulgares, cosas que duelen como el ruido metálico de la fiebre, como la preocupación emboscada de los parados, el insomnio ácido de la incertidumbre. Al marcharme no abrí la ventana. La casa -decía- acumulaba objetos de últimos movimientos citando al futuro. El gato agitó la pezuñita y encogió su cabeza de ojos cerrados y giró sobre sí mismo como un reptil que asfixiara a su presa –pensé: las estatuas no sueñan-, el brasero calentaba como un agobiante tanatorio, y había un dulzor agrio a pasado. Y volvieron los ojos a cerrarse. Y eso fue todo.

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