A mi madre.
El gato se ha subido a mis rodillas para olerme desde lejos.
Se mueve más lento, los párpados le pesan. Las manos de mis padres se han
tiznado con arena de una playa ajada. La casa estaba polvorienta de fotografías con crisálidas de ganglios. Mi
madre me habló de su entierro. Llegar a Madrid un 17
de febrero cuando cae el sol es atragantarse de melancolía. Descampadas lomas
convocaron mi infancia de piedra. Alguien olvidó escribir que las ciudades
se miden en chabolas. Y así, pensando en naranja, nos olvidamos de marzo y se
asfixió la noche en riadas de luz. El humo filtraba el aire y el
coche respiró tranquilidad. Ya veis, cosas vulgares,
cosas que duelen como el ruido metálico de la fiebre, como la preocupación
emboscada de los parados, el insomnio ácido de la
incertidumbre. Al marcharme no abrí la ventana. La casa -decía- acumulaba
objetos de últimos movimientos citando al futuro. El gato agitó la
pezuñita y encogió su cabeza de ojos cerrados y giró sobre sí mismo como un
reptil que asfixiara a su presa –pensé: las estatuas no sueñan-, el brasero calentaba
como un agobiante tanatorio, y había un dulzor agrio a pasado. Y volvieron los
ojos a cerrarse. Y eso fue todo.
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