miércoles, 22 de abril de 2015

LA LECTURA

“Si no los lees parecen libros”
El roto.

  La palabra, como toda perversión, llega con la industria. Los fonemas deben subjetivarse para no caer en el engaño del diccionario, ese esfuerzo de académicos reales ensillonados de teoría y coronados por lo Real, ficticiamente. El diccionario no aguanta la riqueza de un idioma ni el mínimo examen lexicográfico. A María Moliner (por mujer y por roja) la dejaron fuera del sillón y mejor para todos.

   La palabra como instrumento de poder (nació para contar panes y peces, en el principio fue el verbo, etcétera) debe cuestionarse subjetivamente. “No podemos ser objetivos porque no somos objetos, somos subjetivos porque somos sujetos”, decía Bergamín, quien en plena época de alfabetización de Misiones Pedagógicas escribió “La decadencia del analfabetismo” poniendo la interrogación de la ignorancia sobre las íes.

   Hace años escribí “El saber sí ocupa lugar: son dos tomos y se llama Ivan Illich”. Por eso, si queremos entender cómo nació el uso industrial de la palabra y de cómo se creó una élite cultural a través del consumo Libro hay que leer sus tesis (paradójicamente). El libro, la cultura (véase “El mito de La Cultura” de Gustavo Bueno) como tantos otros mitos (la sanidad, la educación, la democracia), debe replantearse.

  Sucede que, a menudo, los mitos se retroalimentan. Y desde la escuela se invita a leer, a tener buena salud y buena educación, para poder servir (eufemismo de trabajar) en un sistema plenamente democrático. Oscuridad para la cabeza del avestruz para no buscar el agujero de la pregunta de qué es leer, en qué consiste la salud, la educación, la democracia, el sistema.

  En el esencial libro “Juan de Mairena” de don Machado se decía "Nos empeñamos en que este pueblo aprenda a leer, sin decirle para qué y sin reparar en que él sabe muy bien lo poco que nosotros leemos”. Hoy, día del libro, Cervantes y Don Quijote estarán en la boca de profesores, telediarios y otros guardianes de la mentira sin que apenas nadie conozca la obra, más allá de alguna ilustración de Doré y algún molino.

  Hoy se lee más que nunca (blogs, redes sociales, wasap, e-mail) pero es una lectura cercenada por la funcionalidad. Titulares que no profundizan en el vacío en que se escribieron, que no cuestionan el hueco para el que nacieron. El sistema lo absorbe todo y todo lo perfecciona. Hemos pasado de un analfabetismo real a un analfabetismo funcional. Sabemos leer pero no sabemos qué leemos porque no cuestionamos la lectura. La lectura ha de ser una pregunta, una emoción. Que la emoción se basa en la pregunta lo sabe mejor que nadie la poesía.

  Cervantes dedicaba su Libro “al desocupado lector”. Mientras se lee no se puede estar en otra cosa. Don Miguel deslizaba la lectura hacia lo imprescindible. Evocaba con su dedicatoria que leer no será nunca productivo. Será desocupado, queriendo decir despreocupado, libre, sin tasa. Cervantes quería decir que mientras se está leyendo no se compran acciones del Banco Santander.

  A menudo, en mi trabajo como bibliotecario, escucho: “quiero un libro para no pensar”, “dame un libro para dormir” o “leo para quedarme dormido”. Este es el panorama. La lectura ha de ser divertida para que no entretenga (“entretenerse es lo contrario de divertirse”, Bergamín dixit). La palabra ha de sostener interrogantes, una inquietud abierta para moldear las formas de La Cultura “ese saber del hombre sobre el hombre” que decía Umbral. Él, optimista y cegatón, concluía que "sólo La Cultura puede salvar al mundo" pero al mundo no le salva ni Dios “lo asesinaron” (ahora cito a Blas de Otero). “El arte es largo y además no importa” decía -perdón por la otravez- don Antonio Machado.

  Sin embargo, en este marasmo social donde la deriva nos devuelve los negros cadáveres del mar, uno encuentra en La Palabra el consuelo que las personas le niegan. Aquí, en el alfoz de la provincia, uno entiende como nadie -en el nunca- la importancia del aliento de los libros.

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