jueves, 4 de junio de 2015

EL HELADO

“De la sierra bajaba septiembre como una tribu oscura y con el sol en alto como un escudo”.
Los metales nocturnos.
Francisco Umbral.

Para quienes vivimos en el alfoz de la provincia el tiempo es otra cosa. El tiempo no es continuo ni curvo y mucho menos infinito. Aquí el tiempo es estacionario, depende mucho de sí mismo. Aquí el tiempo depende de lo acelerada que esté la lluvia, si hace viento o vuelve la gotera. Entonces el tiempo se encoge como una larva y los días se repiten mirándose las piernas. El sol con su resplandor de cristal, con su calor de coche cerrado, estira el canto de los pájaros hasta rozar la tranquilidad de la noche. En verano el atardecer se avergüenza del firmamento que entra con la rapidez con que llega el alba. El viento como bisagra. Aquí el tiempo se estira y huele con ese calendario antiguo que viene de la botánica, del silencio de las montañas y se concreta en un guiso con la ventana abierta. Por eso nadie muere en agosto y se espera a marzo para ir al psiquiatra porque no digerimos bien el horizonte anaranjado de lo suicidas. Ese tiempo curtido por la piel de un campesino que se tienta la hernia por dentro del pantalón y se sienta a cada poco, buscando en el horizonte respuestas a la memoria. Ese hombre con dolor de cáncer que piensa en la muerte pero no concibe morirse, ese hombre que somos cuando salimos de paseo. Pero el tiempo no es más que el perfume del ánimo. Una realidad escondida en el horario metálico de La Mano Invisible. La actitud necesaria para encarar las horas con que llegar al mar. Ahora, aquí, con el olor a flor de víscera, los contratos se envuelven en agallas. El dinero, con su tiempo inmediato ha venido para quedarse. Pero yo sé que el tomate viene y se va, que el cerezo, que la golondrina. El calor devuelve la importancia a la piel, a los ojos que se quieren bien, al despreocupado orgasmo que se esconde en los helados.

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