miércoles, 29 de marzo de 2017

EL CIRUJANO

A mi padre

El acné no presagiaba nada bueno. Aquellos granos no habían clavado muchas agujas. Su rostro tenía la serenidad de la marihuana. Un niño de puntillas intentaba evitar la mutilación de orejas practicada por su madre, empeñada en sacarle un jersey de cuajo que descubriera sus bracitos. Un octogenario en silla de ruedas, completaba la escena de la sala de extracción. Miré a ambas partes del mostrador de punciones buscando la cara amable que la menopausia instala en el rostro de las enfermeras, pero nada. Frente a mi, un mostrador con separaciones de madera, como de urinario, para no mirar si la aguja del vecino era más grande que la tuya. Nada, soledad y silencio. Alli estaba ella, pálida, picada de adolescencia, serena como una resaca prolongada. Con los ojos inyectados de angustia extendí mi brazo buscando ayuda, pensando que sus enormes manos no podrían conducir los émbolos con destreza, cuando sentí el primer aguijón. Fue instantáneo, sin dar tiempo a remangarme. Un lamento mascuyó “habrá que probar en el otro brazo”, mientras una pequeña gota brotaba de la fallida prospección. Involuntarias estrellitas amanecieron en aquella aséptica sala de hospital. El mundo giraba dentro de un helicóptero de angustia. Miré para contemplar con pánico y disimulo la insistencia de una aguja guiada por una mano torpe. Unos dedos tibios palpaban el pliegue de mi antebrazo. “¿Es aquí?” me preguntó. Contesté un creoquesí apenas audible. Mi cara hizo saltar las alarmas. “Presione las punciones, ¡colabore!” dijo el octogenario desde la silla. La adolescente se levantó con la frialdad de una muerte natural y llamó refuerzos. Para no caer desmayado opté por lanzarme sobre la camilla que palpé con el último resuello de consciencia. Entonces apareció. La imagen de la idilíca enfermera/matrona tranquilizó mi embarazosa situación reclinando la camilla, haciendo descender mi cabeza llevando mis pies a lo alto. Indefenso, noté como el niño sin orejas se mofaba y tuve tiempo de ver la mirada de su madre por encima del hombro. La estancia se fue llenando con cincuentonas tiroideas y prostáticos en preoperatorio. Alguien gritó: “¿Qué pasa ahí?”; “me parece que ya han llamado al médico”, remató el anciano. El olor a hospital comenzaba a instalarse en mi pituitaria, ese olor a cerumen democrático y lejía Estrella no me tranquilizaba. “Creo que va a vomitar” dijo el impedido. Luchaba por incorporarme cuando la enfermera picada de adolescencia emitió un “perdón” con sigilo. “Estos mareados vienen sin sangre en las venas” dijo la matrona/enfermera. Luché con las trazas de dignidad que me quedaban para remangar la virginidad de mi brazo izquierdo y acabar cuanto antes con aquel espectáculo de charcutería. “Con que Jonás ¿eh?, pues estás para que te coma la ballena” palabras aplaudidas por un coro de risas estentóreas. Mis ojos intentaban abstraer la gracieta asistiendo a la coagulación de sendos cardenales en mi brazo derecho cuando sentí el picotazo en el izquierdo. “Ahora sí, ahora sí”, dijo la matrona. En mi impotente silencio desmayado, notaba picar la aguja dentro de mi vena. El algodón del brazo diestro se desprendió y saltó un chorrito de sangre acompasando el latido de un corazón en declive. Antes de perder la consciencia creí entender la palabra cirujano.

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