“Yo
siempre he sido un gozador del defecto, un ojo distinto, un hombro
lunanco, un lunar... ¡Bendito el llamado defecto que no lo es y que
nos salva de la odiosa perfección”
Juan
Ramón Jiménez.
Para
R y A,
defectuosos.
defectuosos.
El
defecto es un pero que significa también. Es la diferencia que
amplia, la especialización de la belleza. El defecto es el estudio
literario sobre la poesía de Umbral en la revista Barcarola. Esto ya lo sabían los numismáticos y la moneda
con tara se cotiza más. La misma ropa es más barata y hasta el
libro mercado en El Rastro “te” se vende a mitad de precio. El
defecto tiene la personalidad que no se cambia en El Corte Inglés.
Las narices con defecto te sacan en el Cuore, te encumbran, te
distinguen, hasta que un cirujano (emperador de la norma) te convierte en
princesa del Hola. El defecto no tiene nada que ver con la genética
que invalida y te empuja por la silla de ruedas del suicidio. El
defecto tiene que ver con la diferencia, con los cojones tranquilos de
un basta. La perfección es una cosa de albañiles, de japoneses
haciendo turismo por Calatrava antes de coger el autobús oclock. El defecto es el filete
crudo, la pera al punto de agua, el pecho diminuto o el cojón en
ascensor. Sin defecto no hay pandilla. No hay gordo, ni chino ni bar
Carlos en cada pueblo, porque también hay un defecto igualitario como el tópico del gentilicio. La paradoja de la uniformidad diferente, el defecto como
torpeza que primero exaspera y luego encariña. Cualquier cosa antes
que el calendario (ese chantaje), o el borrador de hacienda universal.
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